martes, 31 de agosto de 2010
La alegoría del Carruaje III: Camino de las Lágrimas
Mirando hacia la derecha me sobresalta un movimiento del carruaje.
Miro el camino y me doy cuenta de que estamos transitando por la banquina.
Le grito al cochero que tenga cuidado y él inmediatamente retoma la senda. No entiendo cómo se ha distraído tanto como para no notar que dejaba la huella.
Quizás se esté poniendo viejo.
Giro mi cabeza hacia la izquierda para hacerle una señal a mi compañero de ruta y dejarle saber que todo está en orden... pero no lo veo.
El sobresalto ahora es intenso, nunca antes nos habíamos perdido en ruta.
Desde que nos encontramos no nos habíamos separado ni por un momento.
Era un pacto sin palabras. Nos deteníamos si el otro se detenía. Acelerábamos si el otro apuraba el paso. Tomábamos juntos el desvío si cualquiera de los dos decidía hacerlo...
Y ahora ha desaparecido. De repente no está a la vista.
Me asomo infructuosamente observando el camino hacia ambos lados. No hay caso.
Le pregunto al cochero, y me confiesa que desde hace un rato dormitaba en el pescante.
Argumenta que, de tanto andar acompañados, muchas veces alguno de los cocheros se dormía por un ratito, confiado en que el otro se haría vigía del camino.
Cuántas veces los caballos mismos dejaban de imponer un ritmo propio para cabalgar al que imponían los caballos del carruaje de al lado.
Éramos como dos personas guiadas por un mismo deseo, como dos individuos con un único intelecto, como dos seres habitando en un solo cuerpo.
Y de repente,
la soledad,
el silencio,
el desconcierto....
¿Se habría accidentado mientras yo distraído no miraba?
Quizás los caballos habían tomado el rumbo equivocado aprovechando que ambos cocheros dormían.
Quizás el carruaje se había adelantado sin siquiera notar nuestra ausencia y proseguía su marcha más adelante en el camino.
Me asomo una vez más por la ventanilla y grito:
-Hola!!!
Espero unos segundos y le repito al silencio:
-Hoooola!!!
Y aún una vez más:
-¿Dónde estás????
Ninguna respuesta.
¿Debería volver a buscarlo... sería mejor quedarme y esperar que llegue... o más bien debería acelerar el paso para volver a encontrarlo más adelante?
Hace mucho tiempo que no me planteaba estas decisiones. Había decidido allá y entonces dejarme llevar a su lado adonde el camino apuntara.
Pero ahora...
El temor de que estuviera extraviado y la preocupación de que algo le haya pasado van dejando lugar a una emoción diferente.
¿Y si hubiera decidido no seguir conmigo?
Después de un tiempo me doy cuenta de que por mucho que lo espere nunca volverá. Por lo menos no a este lugar.
La opción es seguir o dejarme morir aquí.... Dejarme morir... me tienta esa idea.
Desengancho los caballos y le pido al cochero que se apee. Los miro carruaje, cochero, caballos,
yo mismo....
Aqui me siento, dividido, perdido, destrozado. Mis pensamientos por un lado, mis emociones por otro, mi cuerpo por otro, mi alma, mi espíritu, mi conciencia de mí mismo, allí paralizada.
Levanto la vista y miro al camino hacia adelante, desde donde estoy, el paisaje parece un pantano.
Unos metros al frente la tierra se vuelve un lodazal, cientos de charcos y barriales me muestran que el sendero que sigue es peligroso y resbaladizo....
No es la lluvia lo que ha empapado la tierra.
Son las lágrimas de todos los que pasaron antes por este camino mientras iban llorando una pérdida.
También las mías, creo.... pronto mojarán el sendero.....
El camino de las lagrimas (jorge bucay)
lunes, 9 de agosto de 2010
La Alegoría del Carruaje II: Camino del Encuentro
Integrados como un todo, mi carruaje, los caballos, el cochero y yo (como me enseñaron a llamarme pasajero), recorrimos con cierto trabajo el primer tramo del camino. A medida que avanzaba cambiaba el entorno: por momentos árido y desolado, por momentos florido y confortante, cambiaban las condiciones climáticas y el grado de dificultad del sendero: a veces suave y llano, otras áspero y empinado, otras resbaladizo y en pendiente, cambiaban, por fin, mis condiciones anímicas: aquí sereno y optimista, antes triste y cansado, mas allá fastidioso y enojado.
Ahora, al final de este tramo, siento que en realidad los únicos cambios importantes eran estos últimos, los internos, como si los de afuera dependieran de éstos o simplemente no existieran.
Detenido por un momento a contemplar las huellas dejadas atrás, me siento satisfecho orgulloso, par bien y para mal, mis triunfos y mis frustraciones me pertenecen.
Sé que una nueva etapa me espera, pero no ignoro que podría dejar que me esperara para siempre sin siquiera sentirme un poco culpable. Nada me obliga a seguir adelante, nada que no sea mi propio deseo de hacerlo.
Miro hacia delante. El sendero me resulta atractivamente invitante. Desde el comienzo veo que el trayecto está lleno de colores infinitos y formas nuevas que despiertan mi curiosidad.
Mi intuición me dice que también debe estar lleno de peligros y dificultades pero eso no me frena, ya sé que cuento con todos mis recursos y que con ellos será suficiente para enfrentar cada peligro y traspasar cada dificultad. Por otro parte, he aprendido definitivamente que soy vulnerable, pero no frágil.
Sumido en un diálogo interno, casi ni me doy cuenta de que he empezado a recorrerlo.
Disfruto mansamente del paisaje... y él, se diría, disfruta de mi paso, a juzgar por su decisión de volverse a cada instante más hermoso.
De pronto, a mi izquierda, por un sendero paralelo al que recorro, percibo una sombra que se mueve por detrás de unos matorrales. Presto atención. Mas adelante, en un claro, veo que es otro carruaje que por su camino avanza en mi misma dirección. Me sobresalta su belleza: la madera oscura, los bronces brillantes, las ruedas majestuosas, la suavidad de sus formas torneadas y armónicas...
Me doy cuenta de que estoy deslumbrado.
Le pido al cochero que acelere la marcha para ponernos a la par. Los caballos corcovean y desatan el trote. Sin que nadie lo indique, ellos solos van acercando el carruaje al borde izquierdo como para acortar distancias.
El carruaje vecino también es tirado por dos caballos y también tiene un cochero llevando las riendas. Sus caballos y los míos acompasan sus trote espontáneamente, como si fueran una sola cuadrilla. Los cocheros parecen haber encontrado un buen momento para descansar porque ambos acaban de acomodarse en el pescante y con la mirada perdida sostienen relajadamente las riendas dejando que el camino nos lleve.
Estoy tan encantado con la situación que solamente un largo rato después descubro que el otro carruaje también lleva un pasajero.
No es que pensara que no lo llevaba, sólo que no lo había visto. Ahora lo descubro y lo miro. Veo que él también me está mirando. Como manera de hacerle saber mi alegría le sonrío y él, desde su ventana, me saluda animadamente con la mano.
Devuelvo el saludo y me animo a susurrarle un tímido “Hola”. Misteriosamente, o quizás no tanto, él escucha y contesta:
- Hola. ¿Vas hacia allá?
- Sí – contesto con una sorprendente (para mi mismo) alegría - ¿Vamos juntos?
- Claro – me dice - , vamos.
Yo respiro profundo y me siento satisfecho.
En todo el camino recorrido no había encontrado nunca a un compañero de ruta.
Me siento feliz sin saber por qué y, lo mas interesante, sin ningún interés especial en saberlo.
Cuando pienso en la palabra encuentro en el sentido en que la cito en todo este libro, la asocio a la idea del descubrimiento, la construcción y la repetitiva revelación de un nosotros que trasciende la estructura del yo. Esta creación del nosotros adiciona un sorprendente valor a la simple suma aritmética del Tú y Yo. Sin encuentro no hay salud. Sin existencia de un Nosotros, nuestra vida está vacía aunque nuestra casa, nuestra baulera y nuestra caja de seguridad estén llenas de costosísimos posesiones.
Y sin embargo, el bombardeo mediático nos incentiva llenar nuestras casas, nuestras bauleras y nuestras cajas de seguridad de estas cosas y nos sugiere que las otras son sentimentales y anticuadas.
Los escépticos intelectuales, ocupantes del lugar del supuesto saber, están siempre dispuestos a ridiculizar y menospreciar a los que seguimos hablando desde el corazón, desde la panza, o desde el alma, a aquellos que hablamos más de emociones que de pensamientos, mas de espiritualidad que de gloria y más de felicidad que de éxito.
(J.Bucay)
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